Escribió una palabra en la pared y se fue caminando sin mirar atrás. Su letra temblaba, con puntos fuertes en algunas curvas de la escritura. Sin un diagnóstico preciso, se notaba cierto temor. Él se fue, la palabra quedó. ¿Una expresión de desahogo, un pedido de ayuda? La palabra quedó allí, ahora tan solitaria... Parecía estar escribiendo algo que ya estaba grabado en su corazón. Había dejado algo atrás. Los días pasaron.
Sonó la campana de la escuela. Hora de ir a casa. Con mochilas en la espalda, los niños siguen su camino. Caminan en grupos, algunos solos, padres que vienen a recogerlos, transporte. El movimiento en la puerta de la escuela es hermoso de ver. Cuántos abrazos, cuántos besitos, cuánto amor desprendido. Padres, madres, abuelos, abuelas, tíos, tías, niños corriendo hacia el reencuentro. Hambre al mediodía, cansancio a las 18 horas.
El niño vivía en el barrio. Había comenzado a estudiar ese año. Ya estaba en esa fase de deletrear todo. Sus ojos estaban ávidos, atentos a cualquier curva que reconociera como una palabra. En la placa de la calle "paaapáá", en las fachadas de las tiendas "looojaa". Estaba leyendo. Estaba descubriendo el mundo de la escritura y la lectura. Nada se le escapaba.
En su camino a casa -por vivir cerca de la escuela, tenía el privilegio de ir y venir caminando, a veces corriendo, a veces volando- había una construcción sin terminar desde hace años. Sus paredes ya enlucidas, pero sin pintura, estaban marcadas por el tiempo. El niño pasaba cerca de la construcción, la acera era estrecha, era la última esquina antes de llegar a casa.
Sus ojos fueron atraídos por una palabra, sus manos pasaron muy cerca. Otro desafío para el lector incipiente. Otra palabra para descifrar. Ya la había leído varias veces en el libro de la escuela, era más fácil cuando la memoria fotografiaba la combinación de letras. En voz alta "pa-pá" era la palabra escrita en la pared de esa vieja obra.
Ese día llegó a casa con un nudo en la garganta. Su madre estaba en la cocina como siempre. La televisión encendida, el sonido de las ollas, ese aroma inconfundible. El niño se detuvo en la puerta. Mamá, ¿por qué no tengo papá? Ella sabía que un día escucharía eso de boca del niño. ¡Pero sí tienes papá, sí! Respondió sin pensar que él era solo un niño. Parecía una respuesta para adultos. Ella y él no estaban preparados para ese día. Ella no imaginaba que sentiría culpa por eso, él no imaginaba que algún día lo echaría de menos.
Las ollas se apagaron. Se sentaron a la mesa.
Ese día llegaría. Llegó tan rápido, pensó la madre. Llegó tan tarde, suspiró el hijo. Un papá. Las preguntas comenzaron a surgir en ambas cabezas de bocas calladas. Ni siquiera la madre sabía dónde estaba el papá del niño. Tan jóvenes, el embarazo los asustó tanto que incluso ella, si pudiera, habría huido. No en forma de abandono, sino en forma de incertidumbres. ¿Qué sería de ahí en adelante? En fin, existía un gran vacío emocional en los dos. Ser padre y madre en una sola persona no había sido fácil y ahora el momento era de incertidumbre nuevamente.
¿Mamá? ¿No tengo papá? ¿Quién es mi papá? ¿Dónde está? ¿Por qué nunca me vino a buscar a la escuela? ¿Por qué no vive aquí en casa? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?...
El niño tomó valor. Esa palabra había desencadenado cientos de preguntas que quizás ni siquiera reconocía tener. Un papá. Pa-pá. ¿Qué significaba eso para alguien que nunca convivió un solo día con la figura paterna? Un papá es amigo, un papá es generosidad, un papá es protección. Es el ejemplo de cumplir con el deber, de tener comida en la mesa. Un papá es autoestima elevada. La ausencia lo priva de cariño.
La madre baja la cabeza, lágrimas brotan de sus ojos. A pesar de su corta edad, el niño percibe su sufrimiento. El silencio se rompe con un tono de voz cariñoso: - Mamá, mamita, ¡perdóname! Mirada tierna: - Algún día creceré, ¿me enseñarás a ser papá cuando sea grande?